"Many people want desperately to believe, but just can’t. They may feel tortured that their faith has evaporated, but they can’t will it back into existence. If an autopsy could be done on their spiritual life, the cause of death wouldn’t be murder or suicide. It would be natural causes—the organic death of a belief system that collapsed under the weight of experience and reason" (William Lobdell – Losing My Religion)
La relación espiritual con la divinidad es puramente personal y no es posible valorarla en toda su dimensión cuando uno no es el interlocutor directo. Al igual que no debemos juzgar las situaciones ajenas, ya sean miserias o alegrías, tampoco debemos tomar en consideración los juicios de los demás sobre lo que ocurre en nuestras vidas.
Es como cuando uno se ve
afectado por un problema grave de salud que requiere cirugía y se
encomienda a Dios. Cuando la operación ha salido exitosa, el mérito se atribuye
al cirujano mientras que, si ha resultado mal, se deduce sin lugar a dudas que
Dios no existe, dado que de haber existido, mediando la oración, no se
entendería que se hubiera negado a permitir una curación.
Y viceversa, los creyentes
también atribuimos a la mediación de Dios los sucesos agradables mientras le
eximimos de toda culpa, o le justificamos cuando nos damos de frente con la
miseria y el dolor. "Los caminos del Señor son misteriosos, pero sólo Él conoce lo que verdaderamente es bueno para mi."
En definitiva, sólo el
propio interesado está legitimado para aceptar o rechazar la intervención
divina en cada caso concreto. Esperamos que Dios se comunique con nosotros a
golpe de milagro y, sin embargo, la comunicación espiritual es extremadamente
sutil, tan sutil que casi nunca podemos estar seguros de que ha existido. Y
aquí no podemos evitar plantearnos el porqué de este galimatías.
La Iglesia nos dice que
“Dios quiere” que vayamos en su busca. También nos dice que Dios nos ama. Según
la lectura del Tercer Domingo de Resurrección: Jesús
pregunta a Simón Pedro “¿me amas?” a lo que éste responde, “Sí” y Jesús le dice
“apacienta mis ovejas”, etc. La pregunta que me surgió al escuchar la homilía
fue esta: “¿cómo puede pedirnos Dios que le amemos?”, ni siquiera le conocemos.
El mensaje inequívoco que recibimos es: “si no me amas, perecerás como todas
las almas que Santa Faustina vio ardiendo en el Infierno.” Más que Amor
incondicional, este “amor” es la respuesta a un chantaje frente al cual no hay
escapatoria posible. ¿Nos arrojas al fango para, acto seguido, tendernos la
mano que nos ayuda a salir?
Las Sagradas Escrituras no
nos permiten conocer a Dios dado que están plagadas de contradicciones y no
tenemos la certeza de que su contenido, después de un sinnúmero de
traducciones, sea efectivamente la palabra de Dios, ni siquiera un fiel relato
de la vida y milagros de Jesús.
Es un desastre. Mientras
la Iglesia no tenga respuestas convincentes, los creyentes se seguirán batiendo
en una retirada que evoca la huida de Egipto por Moisés y su pueblo, y seguirán
engrosando las filas de los nuevos gurús del New Age, cuyas
explicaciones del origen del ser humano, el sentido de la vida, y otras grandes
cuestiones son muchas veces más convincentes que las que ofrece la Iglesia
Católica.
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