"I felt angry with God for making faith such a guessing game. I didn’t treat my sons as God treated me. I gave them clear direction, quick answers, steady discipline and plenty of love. There was little mystery in our relationship" (William Lobdell –Losing My Religion)
A veces vamos a la Iglesia con la esperanza de reunirnos con Dios, o al menos sentir su presencia, y quizá encontrar respuestas, o al menos apoyo, a nuestros miedos y preocupaciones, y en su lugar lo que presenciamos es una inexplicable ausencia de Ser, ese vacío inerte que llena el espacio entre vidrieras y muros de piedra, entre crucifijos y figuras de santos de madera y escayola. Y uno piensa, “quizás Dios ya cumplió al enviarnos a su hijo…”, “ahora cada cual debe arrear con lo suyo”, “…todo aquel que quiera venir a mí, bienvenido sea, y el que no, arderá en el infierno”. ¿Dónde estás, Dios? Es el grito de desesperación del creyente.
Hace unos meses, al acercarme
a la iglesia del barrio a la que suelo ir de cuando en cuando, encontré unos
panfletos en los que se invitaba a los fieles a asistir a la Fiesta de la
Divina Misericordia, que se celebra el domingo siguiente al Domingo de
Resurrección (Pascua) que cierra la Semana Santa, y que consiste en asistir a
misa, rezar por las intenciones del Papa, confesarse y comulgar, todo lo cual
permite obtener “doble indulgencia plenaria”, esto es, el perdón de todos los
pecados, doblemente. No pude evitar preguntarme si, al fin y al cabo, uno puede
vivir en la convicción de que está libre de pecado, al confesarse con
regularidad, asistir a la liturgia y comulgar y, en definitiva, ser un devoto
católico practicante, cuando en realidad en su alma quedan vestigios de pecado
como la suciedad grasienta que se va incrustando entre las baldosas de la
cocina y que necesita un tratamiento abrasivo más intenso cada cierto tiempo.
Pero lo más preocupante de
ese panfleto no era el concepto en sí de ganar la indulgencia plenaria, sino el
origen del mismo, que hay que buscarlo en las visiones de Santa Faustina en
1937 quien, según relata en su diario, “pudo ver a las almas quemándose en el
Infierno”.
Basta una mirada a nuestro
alrededor, en el día a día de cada cual, para percibir las contradicciones
flagrantes en que incurre la religión en la cuestión del valor atribuido al
sufrimiento humano. Los eufemísticamente llamados “sin-domicilio-fijo” o
“sin-techo”, que vienen siendo los pobres y mendigos de toda la vida, en la
actualidad en España muchos de ellos subsaharianos, que
pasan interminables horas todos los días a la puerta del supermercado o de las
iglesias, esperando que la beneficencia de sus congéneres les permita un alivio
efímero, poder comer ese día.
Estamos tan acostumbrados a
verles en los mismos sitios que, no sólo ignoramos su sufrimiento, sino que
llegamos a justificarlo: “que se ponga a trabajar como todos…” Ni siquiera
reparamos en ellos salvo cuando nos incomodan. Su pobreza no nos importa en
absoluto. Ese mendigo que sufre puede que tenga una familia, que quizá años
atrás se vio obligado a abandonar en su país de origen, que hoy día es una
ruina abyecta, descapitalizado y empobrecido a manos del político de turno. Es
una verdad dolorosa.
Muy de actualidad también en
estos años es el sufrimiento de esos padres y madres que experimentan cada día con
indescriptible amargura la pérdida de su hogar y sus bienes mientras se descubre
a su conciencia el penoso porvenir que espera a sus hijos, que en su infantil
ingenuidad no pueden entender casi nada de lo que ocurre.
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