Se dice, Dios ha querido que esta persona se enfrente a esa pérdida, a ese accidente, a esa desgracia, para propiciar su desarrollo espiritual. Y el doliente se pregunta ¿por qué esta desgracia? Y ¿por qué a mí? Es decir, el "misterio" del sufrimiento tendría un propósito educador para la Iglesia. Pero ¿cuantos millones de personas mueren cada año alejados de Dios sin haber comprendido nada sobre el sentido de sus vidas? Son los fallidos de Dios.
Cuando nos planteamos la
cuestión de por qué Dios, siendo omnipotente y misericordioso, permite que haya
sufrimiento en el mundo, llegamos a la conclusión inevitable, aunque no por
ello menos absurda, de que, bien Dios sería un personaje malévolo al permitir
el dolor pudiendo evitarlo, o bien un ser imperfecto que perdió el control de
su propia creación al no poder evitar todo ese dolor.
La primera crítica que opondríamos
es, de ser así, el mundo sería completamente distinto al que conocemos. Sería
un mundo perfecto. Cualquier leve molestia se haría acreedora de la
intervención divina.
Se hace por tanto
imprescindible reformular la cuestión en términos de la utilidad, del propósito
o función que ese sufrimiento cumple tanto para Dios como para los hombres. En
este punto hemos de evitar convertirnos en jueces que rápidamente condenan a Dios
por las desgracias que otros padecen. ¿Qué sabemos nosotros de las
circunstancias de éstos? Mientras, por el contrario, sí parece del todo
razonable dudar del plan de Dios para con cada uno mismo. ¿Por qué y para qué
nos acaece la desgracia, la ruina, la enfermedad? ¿Y qué lugar ocupa Dios en
todo ello?
La pregunta surge
inevitablemente en nuestras mentes: ¿por qué no alivia Dios al menos el
sufrimiento de los inocentes e indefensos? A través de los siglos, esta
duda irresoluble ha causado más bajas en las filas de los creyentes que
cualquier otra cuestión de fe.
¿Es quizá el dolor el medio
para acercarnos a Dios? Porque, en ausencia de dolor, ¿qué necesidad tenemos de
Él?
Como con frecuencia dicen
los fieles ante la adversidad, “Dios aprieta, pero no ahoga”. La
pregunta que hemos de hacernos es, “¿por qué nos aprieta Dios en primer
lugar?”. Tenemos la idea preconcebida, irracional y profundamente
equivocada, de que el sufrimiento nos purifica ante los ojos de Dios.
Pero también se está
comprobando que el ser humano tiende hacia una visión cortoplacista de su propia
existencia. Sacrificamos nuestro bienestar y felicidad futura por obtener beneficios
a corto plazo. Buscamos todas las excusas disponibles para evitar el
sacrificio. Vivimos en una sociedad cada vez más consumista que relativiza los
valores tradicionales y no se siente obligada a casi nada, mientras que invoca
todo tipo de derechos frente a los demás y reacciona salvajemente cuando se le
imponen límites necesarios para la convivencia pacífica. Cada vez somos más en
el planeta y los recursos son escasos.
Por el contrario, ese “vencerse
a sí mismo” en renuncia al placer inmediato, ya sea sexual o de otro tipo,
junto al esfuerzo por hacer bien las cosas, por prestar la diligencia debida en
nuestras ocupaciones diarias, ya se trate de tareas domésticas o de grandes
decisiones de gobierno de un país, todo ello nos fortalece el carácter y nos
prepara psicológicamente para poder resistir mejor ante la adversidad.
Citando a C.S. Lewis en su
obra “El problema del dolor”, el sufrimiento no se puede valorar en términos
agregados, es decir, no es más significativo el sufrimiento de mil personas que
el de una sola, dado que el dolor se agota individualmente. No es menos
significativo el sufrimiento de un niño que agoniza por hambruna que el de
veinte occidentales que padecen la enfermedad terminal.
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