viernes, 22 de noviembre de 2013

¿Por qué Dios, siendo omnipotente y misericordioso, permite que haya sufrimiento en el mundo?




Se dice, Dios ha querido que esta persona se enfrente a esa pérdida, a ese accidente, a esa desgracia, para propiciar su desarrollo espiritual. Y el doliente se pregunta ¿por qué esta desgracia? Y ¿por qué a mí? Es decir, el "misterio" del sufrimiento tendría un propósito educador para la Iglesia. Pero ¿cuantos millones de personas mueren cada año alejados de Dios sin haber comprendido nada sobre el sentido de sus vidas? Son los fallidos de Dios.

Cuando nos planteamos la cuestión de por qué Dios, siendo omnipotente y misericordioso, permite que haya sufrimiento en el mundo, llegamos a la conclusión inevitable, aunque no por ello menos absurda, de que, bien Dios sería un personaje malévolo al permitir el dolor pudiendo evitarlo, o bien un ser imperfecto que perdió el control de su propia creación al no poder evitar todo ese dolor.
La primera crítica que opondríamos es, de ser así, el mundo sería completamente distinto al que conocemos. Sería un mundo perfecto. Cualquier leve molestia se haría acreedora de la intervención divina.
Se hace por tanto imprescindible reformular la cuestión en términos de la utilidad, del propósito o función que ese sufrimiento cumple tanto para Dios como para los hombres. En este punto hemos de evitar convertirnos en jueces que rápidamente condenan a Dios por las desgracias que otros padecen. ¿Qué sabemos nosotros de las circunstancias de éstos? Mientras, por el contrario, sí parece del todo razonable dudar del plan de Dios para con cada uno mismo. ¿Por qué y para qué nos acaece la desgracia, la ruina, la enfermedad? ¿Y qué lugar ocupa Dios en todo ello?
La pregunta surge inevitablemente en nuestras mentes: ¿por qué no alivia Dios al menos el sufrimiento de los inocentes e indefensos? A través de los siglos, esta duda irresoluble ha causado más bajas en las filas de los creyentes que cualquier otra cuestión de fe.
¿Es quizá el dolor el medio para acercarnos a Dios? Porque, en ausencia de dolor, ¿qué necesidad tenemos de Él?
Como con frecuencia dicen los fieles ante la adversidad, “Dios aprieta, pero no ahoga”. La pregunta que hemos de hacernos es, “¿por qué nos aprieta Dios en primer lugar?”. Tenemos la idea preconcebida, irracional y profundamente equivocada, de que el sufrimiento nos purifica ante los ojos de Dios.
Pero también se está comprobando que el ser humano tiende hacia una visión cortoplacista de su propia existencia. Sacrificamos nuestro bienestar y felicidad futura por obtener beneficios a corto plazo. Buscamos todas las excusas disponibles para evitar el sacrificio. Vivimos en una sociedad cada vez más consumista que relativiza los valores tradicionales y no se siente obligada a casi nada, mientras que invoca todo tipo de derechos frente a los demás y reacciona salvajemente cuando se le imponen límites necesarios para la convivencia pacífica. Cada vez somos más en el planeta y los recursos son escasos. 
Por el contrario, ese “vencerse a sí mismo” en renuncia al placer inmediato, ya sea sexual o de otro tipo, junto al esfuerzo por hacer bien las cosas, por prestar la diligencia debida en nuestras ocupaciones diarias, ya se trate de tareas domésticas o de grandes decisiones de gobierno de un país, todo ello nos fortalece el carácter y nos prepara psicológicamente para poder resistir mejor ante la adversidad. 
Citando a C.S. Lewis en su obra “El problema del dolor”, el sufrimiento no se puede valorar en términos agregados, es decir, no es más significativo el sufrimiento de mil personas que el de una sola, dado que el dolor se agota individualmente. No es menos significativo el sufrimiento de un niño que agoniza por hambruna que el de veinte occidentales que padecen la enfermedad terminal.

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