miércoles, 27 de noviembre de 2013

¿Nos deja el Señor en la estacada al oír nuestras súplicas?

 


"The new Testament! that is, the 'new' Will, as if there could be two wills of the Creator." (Thomas Paine – The Age of Reason)

¿Nos deja Dios en la estacada al oír nuestras súplicas, muchas veces desesperadas, o recibimos quizá una respuesta, pero no vemos relación causa-efecto inmediata que nos permita apreciar la intervención divina?
 
Cabe preguntarse por qué hemos de creernos merecedores de la Gracia de Dios. ¿Acaso hemos hecho algún sacrificio? ¿Hemos ayudado a alguien? ¿Qué ofrecemos a cambio?
 
Sin caer en un mercantilismo con la divinidad, en ese regateo que es característico de nuestra tendencia natural a “antropomorfizar”, a humanizar todo lo espiritual, es necesario dar respuesta a estas preguntas.

¿No nos queda, quizá, más alternativa que sufrir? ¿Es que no estamos dispuestos a corresponder a Dios?
Tomemos, por ejemplo, la sexualidad. Tratándose de un atributo esencial de nuestra naturaleza humana, el medio para la preservación de la especie, la sexualidad siempre ha sido la bestia negra de la Iglesia y si fuese algo desagradable, a estas alturas no quedaría nada de vida animal. Pues bien, el primer escalón del rechazo a Dios y a la religión se asciende al constatar lo absurdo e irracional que para cualquier ser humano es rechazar su propia naturaleza.
La desnudez llama poderosamente nuestra atención por el simple hecho de que habitualmente llevamos el cuerpo cubierto. Esto es fácilmente comprobable.  Al cabo de una semana de veraneo en la playa, esa desnudez ya no nos sorprende, no nos abruma tanto como los primeros días.
En sólo un momento, sin darnos cuenta, nos hemos dejado llevar por nuestra tendencia natural, o en terminología religiosa, hemos “caído en la tentación” y, aparentemente, no ha pasado nada más. Y buscaremos una justificación al tenor de que “Dios nos ha hecho así”, o de que “se trata de una tendencia humana a la cual es irracional oponerse”. En este punto, dejo a su imaginación, apreciado lector, la definición del “pecado de la carne” a que me refiero, puesto que ni el Sexto ni el Noveno Mandamiento son mucho más explícitos, y confiar a un sacerdote que interprete la Ley de Dios sería como pedir a un inspector de Hacienda que haga una interpretación laxa y favorable al contribuyente de un artículo ambiguo de la Ley General Tributaria.
Y sin embargo, algo muy significativo ocurre en nuestro interior. Para un creyente, al desobedecer a Dios, nos hemos apartado de Él. Hemos renunciado a la paz interior que nos proporciona saber que estamos “en gracia de Dios”, todo a cambio de un breve momento de satisfacción. Y es ese asentimiento consciente el que, a su vez inconscientemente, asimilamos en nuestra mente a la renuncia de Dios.
En otras palabras, no pensamos que rechazamos a Dios cuando comemos una naranja, porque no hay ningún mandamiento de la Ley de Dios del tenor “No masticarás naranjas”. Si existiera tal Mandamiento, la naranja sería una fruta prohibida, de tal forma que al tragarnos un gajo, aún sin haberlo masticado, y habiendo mediado nuestro asentimiento consciente, tendríamos una duda razonable en cuanto a la posibilidad de encontrarnos en pecado mortal, y nos sentiríamos probablemente impuros y apartados de Dios. La Santísima Trinidad ya no moraría en nuestra alma.
La idea esencial en todo esto se refiere a la decisión personal entre renunciar a nosotros frente a renunciar a Dios. No existe término medio. No hay escala de grises. La decisión es entre Él o nuestra satisfacción personal material. Elegir a Dios implica renunciar a todas aquellas cosas que nos apartan de Él, cosas que, no habiendo quedado bien definidas en su momento, cuando hubiera correspondido hacerlo, han quedado a la libre interpretación de los padres de la Iglesia a través de los últimos veinte siglos, y de cuyo resultado catastrófico nos ofrecen una muestra ineludible las terribles pérdidas que sufren las filas de la Iglesia Católica, y de forma más evidente si cabe, en las pavorosas guerras de religión y en el universo de confesiones y sectas religiosas que existen hoy en día. Nada de ello es obra del diablo, sino de las conciencias guiadas por los intérpretes de la Palabra de Dios.
Cuando recurrimos a la oración de petición, cabe pensar también en que quizá Dios no esté especialmente contento con nosotros. ¿Por qué hemos de creernos merecedores de su bondad? Según la doctrina de la Iglesia, el Amor de Dios es incondicional. Dios es omnipotente, omnipresente, omnisciente y misericordioso. Somos nosotros quienes renunciamos a Él cuando caemos en el pecado. Pero Él está siempre dispuesto a recibirnos de nuevo, mediando nuestro arrepentimiento y propósito de enmienda. Bien. Luego entonces, ¿basta con confesarse para que Él nos vuelva a recibir con los brazos abiertos, como se nos da a entender mediante la parábola del Hijo Pródigo? ¿Y qué hay de las consecuencias, del perjuicio, que nuestros actos han causado a otros?

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