"The new Testament! that is, the 'new' Will, as if there could be two wills of the Creator." (Thomas Paine – The Age of Reason)
¿Nos deja Dios en la
estacada al oír nuestras súplicas, muchas veces desesperadas, o recibimos quizá
una respuesta, pero no vemos relación causa-efecto inmediata que nos permita
apreciar la intervención divina?
Cabe preguntarse por qué
hemos de creernos merecedores de la Gracia de Dios. ¿Acaso hemos hecho algún
sacrificio? ¿Hemos ayudado a alguien? ¿Qué ofrecemos a cambio?
Sin caer en un
mercantilismo con la divinidad, en ese regateo que es característico de nuestra
tendencia natural a “antropomorfizar”, a humanizar todo lo espiritual, es necesario
dar respuesta a estas preguntas.
¿No nos queda, quizá, más alternativa que sufrir? ¿Es que no estamos dispuestos a corresponder a Dios?
Tomemos, por ejemplo, la
sexualidad. Tratándose de un atributo esencial de nuestra naturaleza humana, el
medio para la preservación de la especie, la sexualidad siempre ha sido la
bestia negra de la Iglesia y si fuese algo desagradable, a estas alturas no quedaría
nada de vida animal. Pues bien, el primer escalón del rechazo a Dios y a la
religión se asciende al constatar lo absurdo e irracional que para cualquier
ser humano es rechazar su propia naturaleza.
La desnudez llama
poderosamente nuestra atención por el simple hecho de que habitualmente
llevamos el cuerpo cubierto. Esto es fácilmente comprobable. Al cabo de una semana de veraneo en la playa,
esa desnudez ya no nos sorprende, no nos abruma tanto como los primeros días.
En sólo un momento, sin
darnos cuenta, nos hemos dejado llevar por nuestra tendencia natural, o en
terminología religiosa, hemos “caído en la tentación” y, aparentemente,
no ha pasado nada más. Y buscaremos una justificación al tenor de que “Dios
nos ha hecho así”, o de que “se trata de una tendencia humana a la cual
es irracional oponerse”. En este punto, dejo a su imaginación, apreciado
lector, la definición del “pecado de la carne” a que me refiero, puesto
que ni el Sexto ni el Noveno Mandamiento son mucho más explícitos, y confiar a
un sacerdote que interprete la Ley de Dios sería como pedir a un inspector de
Hacienda que haga una interpretación laxa y favorable al contribuyente de un
artículo ambiguo de la Ley General Tributaria.
Y sin embargo, algo muy
significativo ocurre en nuestro interior. Para un creyente, al desobedecer a
Dios, nos hemos apartado de Él. Hemos renunciado a la paz interior que nos
proporciona saber que estamos “en gracia de Dios”, todo a cambio de un
breve momento de satisfacción. Y es ese asentimiento consciente el que, a su
vez inconscientemente, asimilamos en nuestra mente a la renuncia de Dios.
En otras palabras, no
pensamos que rechazamos a Dios cuando comemos una naranja, porque no hay ningún
mandamiento de la Ley de Dios del tenor “No masticarás naranjas”. Si
existiera tal Mandamiento, la naranja sería una fruta prohibida, de tal forma
que al tragarnos un gajo, aún sin haberlo masticado, y habiendo mediado nuestro
asentimiento consciente, tendríamos una duda razonable en cuanto a la
posibilidad de encontrarnos en pecado mortal, y nos sentiríamos probablemente
impuros y apartados de Dios. La Santísima Trinidad ya no moraría en nuestra
alma.
La idea esencial en todo
esto se refiere a la decisión personal entre renunciar a nosotros frente a
renunciar a Dios. No existe término medio. No hay escala de grises. La decisión
es entre Él o nuestra satisfacción personal material. Elegir a Dios implica
renunciar a todas aquellas cosas que nos apartan de Él, cosas que, no habiendo
quedado bien definidas en su momento, cuando hubiera correspondido hacerlo, han
quedado a la libre interpretación de los padres de la Iglesia a través de los
últimos veinte siglos, y de cuyo resultado catastrófico nos ofrecen una muestra
ineludible las terribles pérdidas que sufren las filas de la Iglesia Católica,
y de forma más evidente si cabe, en las pavorosas guerras de religión y en el universo
de confesiones y sectas religiosas que existen hoy en día. Nada de ello es obra
del diablo, sino de las conciencias guiadas por los intérpretes de la Palabra
de Dios.
Cuando recurrimos a la
oración de petición, cabe pensar también en que quizá Dios no esté
especialmente contento con nosotros. ¿Por qué hemos de creernos merecedores de
su bondad? Según la doctrina de la Iglesia, el Amor de Dios es incondicional.
Dios es omnipotente, omnipresente, omnisciente y misericordioso. Somos nosotros
quienes renunciamos a Él cuando caemos en el pecado. Pero Él está siempre
dispuesto a recibirnos de nuevo, mediando nuestro arrepentimiento y propósito
de enmienda. Bien. Luego entonces, ¿basta con confesarse para que Él nos vuelva
a recibir con los brazos abiertos, como se nos da a entender mediante la
parábola del Hijo Pródigo? ¿Y qué hay de las consecuencias, del
perjuicio, que nuestros actos han causado a otros?
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