Cuando pedimos cosas a Dios inevitablemente surge la pregunta de si hemos de cumplir un protocolo específico. ¿Es necesario que nos encontremos en gracia? ¿Tenemos que mantenernos libres de pecado durante todo el tiempo hasta ver concedidos nuestros deseos? ¿Presta Dios atención a nuestro comportamiento en el día a día como condición para poder ser merecedores de su bondad? ¿Nos pide Dios que hagamos méritos, que recemos el rosario, que oigamos misa, que ayudemos a nuestros semejantes, que resistamos la tentación con más vigor que habitualmente?
“Instead of asking what is the purpose of your life, we should ask how to find meaning and value in our lives. Meaning is not something outside of life but something inherent within it.”
Cuando pedimos cosas a Dios inevitablemente surge la pregunta de si hemos de cumplir un protocolo específico. ¿Es necesario que nos encontremos en gracia? ¿Tenemos que mantenernos libres de pecado durante todo el tiempo hasta ver concedidos nuestros deseos? ¿Presta Dios atención a nuestro comportamiento en el día a día como condición para poder ser merecedores de su bondad? ¿Nos pide Dios que hagamos méritos, que recemos el rosario, que oigamos misa, que ayudemos a nuestros semejantes, que resistamos la tentación con más vigor que habitualmente?
El día 15 de abril de 2013,
tuvo lugar la famosa maratón de Boston, Massachusetts, en la que compiten cerca
de treinta mil atletas. Hacia las tres de la tarde hizo explosión una bomba
oculta en un cubo de basura cerca de la meta. Otras explosiones siguieron a la
primera. En total se contaron tres muertos y unos ciento cincuenta heridos de
diversa gravedad. En palabras de un traumatólogo del lugar, “fue como si
hubieran barrido las piernas de todo el mundo”. Muchos de los corredores y
asistentes sufrieron amputaciones directas o bien hubo de practicárselas una
vez en el hospital.
En primera página de todos los diarios se relataba que,
entre los muertos, se encontraba un niño de ocho años, que acompañaba a su
madre y a su hermana, las cuales también sufrieron heridas graves. Habían ido
para animar a su padre, que participaba en la competición.
Si partimos de la base de
que Dios no existe, no nos resulta arduo entender que pasen cosas así. En las
zonas subdesarrolladas del mundo niños inocentes mueren de inanición o de
enfermedades en sucesión continua cada pocos segundos, y no prestamos ninguna
atención. Lo que los creyentes encontramos difícil de aceptar es que todas
estas desgracias, esta miseria, este dolor, se pueda encajar en un
planteamiento de vida cristiano.
Buscamos a Dios
intensamente. Cada día le pedimos con desesperación que nos muestre el camino.
Pedimos a la Virgen María y al Espíritu Santo que nos permitan entender el
propósito de nuestra realidad, de la miseria que nos rodea. Y seguimos
esperando….
¿Y si Dios fuera malévolo?
¿Y si verdaderamente se tratara de un Dios celoso de sí mismo, rencoroso, que
ordena destruir pueblos enteros y sacrificar animales por no respetar el
Sabbath?
Puede que Dios simplemente
se inhiba ante las desgracias que nos acaecen.
Puede que se trate de un dios
indolente, o que simplemente no experimenta ningún interés por las miserias del
ser humano. Por el contrario, puede que castigue a sus hijos por la mínima
ofensa, un no decir “buenos días” a alguien, tirar un papel al suelo, etc.
siempre que uno actúa en rebeldía contra su propia conciencia. Porque, ¿qué le
dice su conciencia a un ser humano de la estirpe Hutu de Rwanda cuando en 1994
coge un machete y se dispone a aniquilar a machetazos a todos los individuos Tutsi que pueda encontrar alrededor, incluyendo mujeres embarazadas
y niños?
¿Qué le dice su conciencia a
esa madre que arroja a su hijo recién nacido por el váter? ¿Es el ser humano
menos culpable ante la justicia de Dios en los casos en los que carece de una
conciencia escrupulosa?
Planteándolo desde otro ángulo ¿tiene un creyente un
mayor grado de responsabilidad ante Dios a medida que su conciencia va siendo
cada vez más escrupulosa?
Es evidente que acoger este
razonamiento como verdadero nos llevaría a justificar los crímenes más
aberrantes cometidos por el ser humano, tales como el genocidio de Rwanda, y a
condenar con el máximo rigor a su vez las decisiones que menos trascendencia
tienen desde un punto de vista moral. A modo de ejemplo, para un devoto
cristiano, de modo consciente y voluntario faltar a misa un domingo, o comulgar
sin haber confesado un pecado mortal, sería tanto o más grave que para un
criminal sin conciencia cometer una violación, por el mero hecho de que el
segundo carece de cualquier sentimiento de culpa y de unos criterios morales
bien formados.
Hay mucha gente cuya
conciencia moral está muy por debajo del mínimo deseable. Muchas personas
encuentran justificación a sus malas acciones y desechan cualquier sentimiento
de culpa por más evidente que le parezca a un observador objetivo. Si no fuera
así, la abogacía nunca habría sido nada más que una profesión residual.
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