“I felt as if I had sat on a mountaintop for years awaiting enlightenment, only to give up, come down off the mountain, and have the answers handed to me by a passerby.” (Bruce Smith – The Path of Reason)
Reflexionando con
honestidad, debo concluir que en ningún instante he sentido la presencia de
Dios. Por supuesto nada remotamente parecido a lo que cuentan los Santos de la
Iglesia. En algunas ocasiones he tenido la sensación de ver concedidas mis
peticiones. Como cuando uno lleva un examen mal preparado y se presenta con la
casi certeza de que va a suspender, pero se encomienda a Dios, o a la Virgen, y
finalmente, aprueba. Otras veces no he tenido tal sensación. Da lo mismo. Dios
accede a la oración de petición en algunas ocasiones. En otras no y siempre
queda el consuelo de pensar que su decisión es sabia y es por nuestro bien. Por
la salvación de nuestras almas.
No pretendo demostrar la no
existencia de Dios, pero ¡qué fácil parece todo desde la doctrina católica! Si
Dios nos ayuda, hemos de darle gracias. Si no nos ayuda, es por nuestro bien, y
por tanto hemos de darle gracias igualmente. Es Él quien decide en qué nos
ayuda y en qué no, a qué peticiones accede y a cuáles no, con el argumento
insoslayable de que “es bueno para nosotros”. Hay que reconocer que el
ser humano tiene una capacidad de autoengaño perfectamente desarrollada.
¡Los designios del Señor son
inescrutables! En la dimensión de todo el universo conocido el ser humano es
tan indescriptiblemente pequeño que es casi inexistente.
Pretendemos razonar en
igualdad de condiciones con Dios. Penosamente nos esforzamos por encontrar
argumentos que avalen su existencia. Pero para entender a Dios, para entender
el sufrimiento humano, el sentido de la vida, el propósito de nuestra
existencia, necesitamos llegar también a la mente de Dios, a conocer su
esencia, cómo piensa, qué sentimientos le mueven ante una catástrofe humana,
ante la enfermedad de un niño, ante el nacimiento de mellizos que comparten un
solo cerebro, una sola mente.Se trata de dudas que todos nos planteamos en algún momento de nuestras vidas. Mientras unos las apartan de un manotazo, otros se convencen, ante la ineludible miseria de la existencia humana, de que no hay tal Dios, y continúan con su vida como si nada, como si algo en ella tuviera el más mínimo sentido. Porque, sin Dios, ¿qué nos queda?
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