miércoles, 20 de noviembre de 2013

Reflexionando con honestidad




“I felt as if I had sat on a mountaintop for years awaiting enlightenment, only to give up, come down off the mountain, and have the answers handed to me by a passerby.” (Bruce Smith – The Path of Reason)
Reflexionando con honestidad, debo concluir que en ningún instante he sentido la presencia de Dios. Por supuesto nada remotamente parecido a lo que cuentan los Santos de la Iglesia. En algunas ocasiones he tenido la sensación de ver concedidas mis peticiones. Como cuando uno lleva un examen mal preparado y se presenta con la casi certeza de que va a suspender, pero se encomienda a Dios, o a la Virgen, y finalmente, aprueba. Otras veces no he tenido tal sensación. Da lo mismo. Dios accede a la oración de petición en algunas ocasiones. En otras no y siempre queda el consuelo de pensar que su decisión es sabia y es por nuestro bien. Por la salvación de nuestras almas.
No pretendo demostrar la no existencia de Dios, pero ¡qué fácil parece todo desde la doctrina católica! Si Dios nos ayuda, hemos de darle gracias. Si no nos ayuda, es por nuestro bien, y por tanto hemos de darle gracias igualmente. Es Él quien decide en qué nos ayuda y en qué no, a qué peticiones accede y a cuáles no, con el argumento insoslayable de que “es bueno para nosotros”. Hay que reconocer que el ser humano tiene una capacidad de autoengaño perfectamente desarrollada.
¡Los designios del Señor son inescrutables! En la dimensión de todo el universo conocido el ser humano es tan indescriptiblemente pequeño que es casi inexistente.
Pretendemos razonar en igualdad de condiciones con Dios. Penosamente nos esforzamos por encontrar argumentos que avalen su existencia. Pero para entender a Dios, para entender el sufrimiento humano, el sentido de la vida, el propósito de nuestra existencia, necesitamos llegar también a la mente de Dios, a conocer su esencia, cómo piensa, qué sentimientos le mueven ante una catástrofe humana, ante la enfermedad de un niño, ante el nacimiento de mellizos que comparten un solo cerebro, una sola mente.

Se trata de dudas que todos nos planteamos en algún momento de nuestras vidas. Mientras unos las apartan de un manotazo, otros se convencen, ante la ineludible miseria de la existencia humana, de que no hay tal Dios, y continúan con su vida como si nada, como si algo en ella tuviera el más mínimo sentido. Porque, sin Dios, ¿qué nos queda?

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